Decían que aquel farol, el del callejón sin nombre, llevaba encendido desde hacía cien años.
Lo veías parpadear cuando todas las demás luces dormían.
Algunos creían que era un error eléctrico.
Otros, que alguien lo encendía a escondidas cada noche.
Pero la verdad…
la verdad era otra.
No era fuego lo que lo mantenía vivo.
Tampoco magia.
Era el recuerdo de una promesa.
Una niña lo encendió una vez, hace muchos inviernos, mientras esperaba a alguien que nunca llegó.
“Cuando vuelva, verá la luz y sabrá que aún estoy aquí”, dijo.
Pasaron las estaciones.
Los zapatos se hicieron pequeños.
Las cartas sin abrir se apilaron.
Y un día, la niña se convirtió en leyenda.
Pero el farol seguía ahí.
Encendido.
Silencioso.
Fiel.
Hasta que una madrugada, un chico con la mirada parecida a la suya se detuvo bajo él.
Sacó un papel arrugado del bolsillo.
Leyó.
Y sonrió.
Esa noche, por primera vez en cien años, el farol se apagó.
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